Mantiene el europeo Radu Jude que Europa se parece bastante a un fracaso, pero que, pese a todo, es la única esperanza. Sostiene el rumano Radu Jude que el desastre de corrupción que fue el comunismo en su país no solo acabó con todo en sentido riguroso, sino que terminó incluso con la posibilidad de una alternativa al desastre de corrupción que ahora mismo es el capitalismo. Argumenta el cineasta Radu Jude que el cine es posible siempre, incluso cuando no hay cámaras. Y para concluir, y a modo quizá de paradoja de la misma paradoja que es todo, se muestra convencido de que el sentimiento de culpa es el mecanismo que el hombre y la mujer occidentales ha inventado para darse pena a sí mismos y evitar así ser culpable. Radu Jude es exactamente lo contrario a casi todo y cada una de sus películas es la más brillante refutación de que Radu Jude existe. Es así.
Kontinental '25, su último trabajo mientras acaba de filmar y montar una nueva versión de Drácula y a apenas unos meses vista de que presentara la película Eight Postcards from Utopia y la instalación Sleep #2, es una nueva genialidad de un genio inagotable. O vieja genialidad si contamos todas de las que ha sido capaz del que fuera Oso de Oro hace cuatro años con Un polvo desafortunado o porno loco. La película cuenta en varios cuadros, que bien podríamos llamar estampas, la historia de una funcionaria amable, cariñosa, madre dedicada a sus hijos y de reputación impecable que un buen día se siente culpable. Y con razón. Durante el desalojo de un hombre de su apartamento en cuyo edificio los propietarios piensan construir un hotel, sucede la tragedia. El individuo que algunos llamarían okupa (con k de kétchup) se suicida.
Que la película fue rodada en 10 días y con un teléfono móvil es solo la anécdota. Impresionante, pero anécdota. Lo que cuenta es la facilidad del director, tan cerca de Berlanga sin saberlo como de Rossellini de manera muy consciente, para desnudar sin afectación, sin lecciones morales y sin miradas condescendientes la ruina moral que nos habita. A todos. Llama la atención el virtuosismo de la película para retratar las miserias de cada uno sin que nadie se sienta de entrada aludido. Unos, los más conservadores, verán cómo la superioridad moral del izquierdismo recibe la sátira que merece. Otros, los más liberales, asistirán felices a la ridiculización una a una de las máximas de la nueva ultraderecha (que no deja de ser la ultraderecha de siempre). Incluso, los más ateos vivirán su momento de gloria de la mano de un cura de ésos que Cuerda describía "con mucho cuajo". Pero, en verdad, el ácido es global, que no equidistante. El matiz importa.
La protagonista, una soberbia Eszter Tompa, cuenta hasta siete veces y en dos idiomas (húngaro y rumano) lo que ha vivido. O, mejor, cómo fue el suicidio del pobre hombre que le trae en sentido riguroso por la calle de la amargura. Jude hace que la intérprete repita uno a uno cada detalle y con ello ahonde en el placer (sí, placer) de sentirse culpable, que es la forma sentimental de no creerse no culpable. La cámara se dispone en planos fijos que afilan cada detalle del guion hasta hacer sangrar el sentido común, la retina y el mismo alma. Tan trágica como gozosamente divertida, Kontinental '25 discurre por la mirada del espectador de forma tan desesperada como inapelable. El resultado es un cine mínimo en su grandeza que pasea por el extrarradio de unas ciudades y unas conciencias víctimas de un ansia privatizadora que, definitivamente, acaba con todo, es decir, con todo lo público, es decir, con todos. Y así. Magistral.

Dreams (sex, love), el cierre que no merecía una trilogía (**)
A su lado, la competición ofrecía uno de esos acontecimientos que la cinefilia conspicua suele recibir con justa algarabía. El noruego Dag Johan Haugerud concluye la trilogía formada por Sex, Love y, ahora, Dreams. En la primera, la más brillante, ponía en entredicho la muy masculina entrepierna. Dos hombres se confesaban sus sueños y deseos homoeróticos y, de repente, todo un universo de lugares patriarcalmente comunes era ofrecido en toda su ridícula crudeza. En la segunda entrega, se analizaban las múltiples formas de eso llamado amor, que también es pasión, y vida en común, y aburrimiento compartido y, de tanto en tanto, felicidad. Algo más alambicada, pero precisa y siempre muy ocurrente, el episodio de en medio no desmerecía.
Ahora, es el primer impulso a todo lo descrito en el párrafo anterior el que es diseccionado con el siempre afilado bisturí del que se sabe de memoria al mejor Allen y al más distendido Bergman. Una estudiante se enamora de su profesora, la persigue, se obsesiona y acaba haciendo punto con ella. Todo literal. Esta vez, sin embargo, la narración pierde pulso, la voz se engola y, lo peor, la propia película se pierde en disquisiciones tan sutiles y ocurrentes como finalmente inanes. Todo ello sin contar que la puesta en escena parece ahora más propia de un catálogo de ikea. Nada que ver, quizá por miedo o prudencia, con la atrevida visceralidad de las dos primeras entregas. Mal cierre, sin duda.
Por último, la sección oficial se cerró con Yunan (**), del alemán de origen ucranio Ameer Fakher Eldin. La cinta, que cuenta con la imperial Hanna Schygulla en el reparto, pertenece al género de las películas enamoradas de una imagen. El resto parece estar ahí para que no digan que no se han hecho los cursos preceptivos de guion. Un hombre (Georges Khabbaz) vive acosado por todo lo que dejó atrás. Es emigrante en Alemania y el recuerdo de su familia, de su vida cierta, le consume. Un buen día decide lo más tremendo. Huye al norte de Alemania y se refugia en un isla con la declarada intención de acabar con su vida. Y ahora la imagen: la isla se inunda completamente. Solos las casas, construidas en alto, aguantan a que la marea descienda tan incomunicadas como el protagonista. Allí, en la anomalía de lo que resiste, entre gentes rudas que soportan lo insoportable, encontrará nuestro héroe lo que buscaba. O no. El director hilvana metáfora tras metáfora, alegoría tras alegoría, hasta literalmente ahogarse en un narrar tan premioso y triste como autoconsciente. Muy cargante. Exactamente, exista o no exista, lo contrario a Radu Jude,